jueves, 11 de octubre de 2012

De padres e hijos


No me considero una persona conservadora que espera que los adolescentes se comporten de acuerdo a los cánones de mi generación (que tampoco eran ejemplares, digámoslo con franqueza), y reconozco que no he conversado lo suficiente con los padres de los amigos y amigas de mis hijas como para poder reconocer los códigos que se comparten en los grupo con los que conviven, por lo tanto, al reflexionar sobre las cosas que les suceden intento ser muy comprensivo y a la vez reconozco que me muevo en arenas movedizas provocadas por mi ignorancia de varios elementos. Pero a la vez me da seguridad mi condición de padre durante ya dieciséis años, y de educador dedicado a jóvenes durante algunos largos años. Es posible que el ser profesor de ética me genere un sesgo, pero me arriesgo de todas formas a escribir las siguientes líneas.

Abundante literatura se ha escrito ya sobre las virtudes y dificultades de los adolescentes (y de sus padres) en estas últimas dos décadas, de donde destaco unos pocos aspectos:

- Somos de una generación de padres que tendemos a solucionarles sus problemas incluso antes de que los tengan: nos alarma verlos tristes, nos inquieta que en la comparación de bienes con los amigos ellos salgan perdiendo porque tememos que su autoestima se debilite. El culto al cuerpo nos ha convencido y somos capaces de llevarlos a diario a nutricionistas, gimnasios y hasta a cirujanos para que su aspecto condiga con lo exigido por el grupo. Somos (de manera genérica) un tipo de padres que descargamos en ellos las carencias que hemos podido tener, y las solucionamos dándoles siempre más de lo que necesitan.
- Somos también de una generación de padres y madres productivos y trabajadores, con altas exigencias de viajes y ausencias, lo que nos impide compartir tiempo con ellos, y si lo compartimos, no siempre es para conversar, jugar o reír juntos. Esas ausencias los hacen sentirse independientes, pero también profundamente solos. Los niños y los adolescentes necesitan una imagen paterna y materna para su aprendizaje social y su equilibrio emocional, y ello se debilita con nuestra no-presencia.
- Somos también padres que les tememos pues tememos sus crisis y que de ello derive una daño irreparable. Escuchamos cada vez más seguido que algún amigo o amiga se hace cortes en el cuerpo o que recibió un tratamiento para la anorexia o bulimia, e incluso conocemos de tragedias mayores. Sabemos de alguna manera (e ignoramos también) quiénes podrían estar iniciándose en las drogas y el alcohol y quiénes ya se han hecho adictos. Y es verdad que no somos de una generación que brinde el mejor ejemplo respecto al consumo de alcohol. Tememos que den un paso más allá que haga que los perdamos.

- A la vez, somos de una generación de padres que leemos y nos informamos sobre el mejor modo de educar a los hijos: hablamos de ello con nuestros amigos, vemos programas sobre educación en la TV y tenemos acceso al apoyo de expertos, como psicólogos o educadores con quienes hacemos sesiones algunas veces al año. Pero sobre todo, estamos seguros de que lo hacemos bien. No dudamos cuando afirmamos el modo en el que se debe educar a los hijos, y más bien tendemos a ser críticos con el modo en el que lo hacen el resto de padres, familiares y amigos. Todos creemos tener la fórmula, y nuestra autocrítica es muy limitada.

Sobre los adolescentes, puedo anotar algunos aspectos que son consecuencia de lo que les damos:
- Su hiperconexión a través de las nuevas tecnologías ha formado su cerebro de tal modo que les permite ejecutar mecanismos y aprender a hacerlo de manera veloz y con alta experticia. No le temen al error. A su vez, las ventanas al mundo se les han abierto como nunca antes había sucedido. Pero al mismo tiempo, las zonas cerebrales para la sociabilidad en el mundo real y la empatía se han desarrollado muy poco, lo cual los torna más egoístas y menos solidarios.

- La inseguridad en las ciudades los lleva a frecuentar los mismos lugares y el mismo grupo social o familiar, y cada vez existen menos lugares de intercambio social, con lo cual, su capacidad de aprender otros modos de vida y de interactuar con culturas distintas y grupos sociales diferentes se va haciendo limitada. Hay grupos que son la nada y los nadie, simplemente porque no son capaces de conocerlos.
- El tener más de lo que necesitan los torna dependientes de los papás. Les es difícil asociar lo que se tiene con el trabajo. Las cosas se compran, y el precio es un misterio que es difícil de medir pues no saben cuánto esfuerzo se requiere para adquirir algo. Y, como siempre existe algo que no es posible adquirir, ello les puede producir serias frustraciones y resentimientos contra sus padres.
- Son altamente afectivos, tanto hombres como mujeres. Les gusta que se les diga que se los quiere (algo que generaciones anteriores poco recibían y que estas generaciones reciben en abundancia de palabras), y lo necesitan día a día, por eso sus mensajes y redes sociales están repletos de “te quieros” y caritas felices. A la vez, su labilidad emocional los hace pasar de la euforia a la tristeza en segundos, algo propio de la adolescencia, pero que se convierte en un signo de los tiempos ahora mucho más evidente.

Creo que lo que queda es conversar con nuestros hijos y averiguar qué conclusiones éticas sacan de sus experiencias, conocer mejor cuáles son sus valores respecto al respeto a las familias y a su propiedad, al modo de referirse a las mujeres o a las personas del otro género, al consumo de alcohol, a la responsabilidad, a su propia seguridad. Es, de alguna manera, volver a lo básico de una manera simple, e intentar establecer con ellos la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal.


martes, 4 de septiembre de 2012

El farsante


Hace unos días escuché a una persona insultar a otra con el adjetivo de “farsante”. De un modo u otro, el acusador acusaba al otro de “simular ser lo que no era”. En verdad no, le acusaba de simular “tener” lo que no tenía, de donde, con una pasmosa facilidad, concluía que al no “tener”, no “era”. Parece que tener es lo mismo que ser en estos tiempos y para algunas personas, pero ese es otro tema.
Como yo sentía un gran afecto por el acusado, intenté discrepar sobre el modo en el que se empleaba la palabra para agredir, pero, debo confesarlo, no tenía el conocimiento del vocablo como para mantener una discusión medianamente sostenible.
Hice pues lo que debe hacerse: enterarme, e intentar aclarar(me) la situación. De ahí que saqué una doble conclusión y la escribo para que a quien escuche otra vez estos pretendidos insultos, pueda servirle para un debate de cierta altura (claro, lo reconozco, en medio de una agresión, la altura es lo más difícil de alcanzar).
Resulta que en sus orígenes se le decía farsante al actor de las obras de relleno que se presentaban en los entreactos de las grandes obras o de los autos sacramentales. El farsante entonces era un actor de obra breve y de poco peso. De ahí ha de derivar el mal sentido de una palabra que relata el tan noble oficio de interpretar una obra teatral.
¿Desde qué supuestos se califica a una persona como farsante? ¿Desde las categorías socialmente aceptadas o desde la escala de valores de quien juzga? Y si es lo segundo, o incluso lo primero ¿no será prudente que quien insulta reconozca las limitaciones de su propia escala de valores antes de juzgar a alguien?
El farsante es un actor que interpreta un papel en una obra secundaria, y, según se traduce al lenguaje cotidiano de hoy, es un actor que interpreta a un personaje que él mismo ha creado.
Psicólogos venid: la construcción del “Yo” pasa por la creación de la autoimagen y de la imagen que proyectamos en los demás y que éstos nos la devuelven en la relación cotidiana. Ambos ejercicios afirman nuestro modo de “ser”. Nos descubren como “somos” o como pretendemos “ser”.
Un farsante entonces, es una persona que no cuadra con la imagen que hemos creado del tipo de persona que entendemos pretende “ser”. Quien acusa de farsante a otro, debería primero aclarar las categorías que está empleando, y, por honestidad intelectual, indagar si el insultado por una parte no condice con esa imagen imperfecta y simple que generalmente tenemos de los estereotipos sociales y en segundo lugar, si intenta ser así, sin serlo.
Complicado ejercicio el que pido, por lo tanto, quizás es mejor acudir al gran maestro Octavio Paz para tratar de entender que quien acusa de farsante a otro en verdad lo que hace es un ejercicio de “ninguneo” (ref: El Laberinto de la Soledad). El que insulta dice: “Yo ‘soy’ alguien y tú eres ‘nadie/ninguno’ porque creo que pretendes ser o tener algo que se parece a un estereotipo social que desprecio”.
Quizás el punto de retorno sea, como siempre, el del respeto, el del reconocimiento del otro como un ser humano idéntico a mí: contradictorio, imperfecto, con sus luces y sus sombras. Desde esa perspectiva, será posible el diálogo y el encuentro, y será también posible una sociedad con menos insultos –o pretendidos insultos-.