martes, 4 de septiembre de 2012

El farsante


Hace unos días escuché a una persona insultar a otra con el adjetivo de “farsante”. De un modo u otro, el acusador acusaba al otro de “simular ser lo que no era”. En verdad no, le acusaba de simular “tener” lo que no tenía, de donde, con una pasmosa facilidad, concluía que al no “tener”, no “era”. Parece que tener es lo mismo que ser en estos tiempos y para algunas personas, pero ese es otro tema.
Como yo sentía un gran afecto por el acusado, intenté discrepar sobre el modo en el que se empleaba la palabra para agredir, pero, debo confesarlo, no tenía el conocimiento del vocablo como para mantener una discusión medianamente sostenible.
Hice pues lo que debe hacerse: enterarme, e intentar aclarar(me) la situación. De ahí que saqué una doble conclusión y la escribo para que a quien escuche otra vez estos pretendidos insultos, pueda servirle para un debate de cierta altura (claro, lo reconozco, en medio de una agresión, la altura es lo más difícil de alcanzar).
Resulta que en sus orígenes se le decía farsante al actor de las obras de relleno que se presentaban en los entreactos de las grandes obras o de los autos sacramentales. El farsante entonces era un actor de obra breve y de poco peso. De ahí ha de derivar el mal sentido de una palabra que relata el tan noble oficio de interpretar una obra teatral.
¿Desde qué supuestos se califica a una persona como farsante? ¿Desde las categorías socialmente aceptadas o desde la escala de valores de quien juzga? Y si es lo segundo, o incluso lo primero ¿no será prudente que quien insulta reconozca las limitaciones de su propia escala de valores antes de juzgar a alguien?
El farsante es un actor que interpreta un papel en una obra secundaria, y, según se traduce al lenguaje cotidiano de hoy, es un actor que interpreta a un personaje que él mismo ha creado.
Psicólogos venid: la construcción del “Yo” pasa por la creación de la autoimagen y de la imagen que proyectamos en los demás y que éstos nos la devuelven en la relación cotidiana. Ambos ejercicios afirman nuestro modo de “ser”. Nos descubren como “somos” o como pretendemos “ser”.
Un farsante entonces, es una persona que no cuadra con la imagen que hemos creado del tipo de persona que entendemos pretende “ser”. Quien acusa de farsante a otro, debería primero aclarar las categorías que está empleando, y, por honestidad intelectual, indagar si el insultado por una parte no condice con esa imagen imperfecta y simple que generalmente tenemos de los estereotipos sociales y en segundo lugar, si intenta ser así, sin serlo.
Complicado ejercicio el que pido, por lo tanto, quizás es mejor acudir al gran maestro Octavio Paz para tratar de entender que quien acusa de farsante a otro en verdad lo que hace es un ejercicio de “ninguneo” (ref: El Laberinto de la Soledad). El que insulta dice: “Yo ‘soy’ alguien y tú eres ‘nadie/ninguno’ porque creo que pretendes ser o tener algo que se parece a un estereotipo social que desprecio”.
Quizás el punto de retorno sea, como siempre, el del respeto, el del reconocimiento del otro como un ser humano idéntico a mí: contradictorio, imperfecto, con sus luces y sus sombras. Desde esa perspectiva, será posible el diálogo y el encuentro, y será también posible una sociedad con menos insultos –o pretendidos insultos-.

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