Hace unos días
escuché a una persona insultar a otra con el adjetivo de “farsante”. De un modo
u otro, el acusador acusaba al otro de “simular ser lo que no era”. En verdad
no, le acusaba de simular “tener” lo que no tenía, de donde, con una pasmosa
facilidad, concluía que al no “tener”, no “era”. Parece que tener es lo mismo
que ser en estos tiempos y para algunas personas, pero ese es otro tema.
Como yo sentía
un gran afecto por el acusado, intenté discrepar sobre el modo en el que se
empleaba la palabra para agredir, pero, debo confesarlo, no tenía el
conocimiento del vocablo como para mantener una discusión medianamente
sostenible.
Hice pues lo
que debe hacerse: enterarme, e intentar aclarar(me) la situación. De ahí que
saqué una doble conclusión y la escribo para que a quien escuche otra vez estos
pretendidos insultos, pueda servirle para un debate de cierta altura (claro, lo
reconozco, en medio de una agresión, la altura es lo más difícil de alcanzar).
Resulta que en
sus orígenes se le decía farsante al
actor de las obras de relleno que se presentaban en los entreactos de las
grandes obras o de los autos sacramentales. El farsante entonces era un actor
de obra breve y de poco peso. De ahí ha de derivar el mal sentido de una
palabra que relata el tan noble oficio de interpretar una obra teatral.
¿Desde qué
supuestos se califica a una persona como farsante? ¿Desde las categorías
socialmente aceptadas o desde la escala de valores de quien juzga? Y si es lo
segundo, o incluso lo primero ¿no será prudente que quien insulta reconozca las
limitaciones de su propia escala de valores antes de juzgar a alguien?
El farsante es
un actor que interpreta un papel en una obra secundaria, y, según se traduce al
lenguaje cotidiano de hoy, es un actor que interpreta a un personaje que él
mismo ha creado.
Psicólogos
venid: la construcción del “Yo” pasa por la creación de la autoimagen y de la
imagen que proyectamos en los demás y que éstos nos la devuelven en la relación
cotidiana. Ambos ejercicios afirman nuestro modo de “ser”. Nos descubren como
“somos” o como pretendemos “ser”.
Un farsante
entonces, es una persona que no cuadra con la imagen que hemos creado del tipo
de persona que entendemos pretende “ser”. Quien acusa de farsante a otro,
debería primero aclarar las categorías que está empleando, y, por honestidad
intelectual, indagar si el insultado por una parte no condice con esa imagen
imperfecta y simple que generalmente tenemos de los estereotipos sociales y en
segundo lugar, si intenta ser así, sin serlo.
Complicado ejercicio
el que pido, por lo tanto, quizás es mejor acudir al gran maestro Octavio Paz
para tratar de entender que quien acusa de farsante a otro en verdad lo que
hace es un ejercicio de “ninguneo” (ref: El Laberinto de la Soledad). El que
insulta dice: “Yo ‘soy’ alguien y tú eres ‘nadie/ninguno’ porque creo que
pretendes ser o tener algo que se parece a un estereotipo social que desprecio”.
Quizás el
punto de retorno sea, como siempre, el del respeto, el del reconocimiento del
otro como un ser humano idéntico a mí: contradictorio, imperfecto, con sus
luces y sus sombras. Desde esa perspectiva, será posible el diálogo y el
encuentro, y será también posible una sociedad con menos insultos –o pretendidos
insultos-.
